Kuai-Mare. Mitos aborígenes de Venezuela
(Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas,
1993).
El mito
de Amalivacá
Cerca de la sierra encaramada, a orillas del
Cuchivero, habitaron los tamanacos, que se alimentaban de frutos silvestres y
pescados que cogían en las quebradas de la sabana o entre las aguas del
Orinoco.
Al Orinoco llegaban el Suapure, el Caura, el
Cuchivero y otros muchos ríos, entregándole sus corrientes y aumentando así su
poderoso caudal, que se encrespaba unas veces en torbellinos de espuma,
deslizándose otras sobre la tierra suavemente, como una enorme culebra.
En cierta ocasión el gran río comenzó a rugir
como si de su fondo estallasen los truenos y rayos de una tormenta. Elevó
después sus aguas, se desbordó de su cauce y saltó a borbollones por encima de
las matas y de los árboles, sobre las rocas y los cerros, anegando las chozas
de las gentes y dejando cubierta toda la superficie de la tierra.
Los tamanacos quedaron ahogados por aquella
gran inundación y sólo lograron salvarse un hombre y una mujer que se
refugiaron en la altísima roca Tepu-mereme, sobre la gran cordillera que se
levanta frente al río.
Desde allí pudo ver la pareja cómo las aguas
habían cambiado el aspecto del mundo y cómo en lugar de los valles, de las
palmeras y de ceibas, flotaban restos de troncos desgajados, rocas
desprendidas, fango y rotos bejucos entre las aguas enfurecidas del gran río,
que todo lo había destruido y transformado
Llenos de temor, los ojos del hombre y de la
mujer sólo alcanzaban a ver el agua que se batía contra la montaña, con un
desconocido estrépito nunca hasta entonces escuchado por las gentes.
Pero cuando ya pensaban morir sobre la roca,
vieron de pronto una extraña canoa que avanzaba por encima del oleaje, manejada
por un hombre alto y fuerte, de agudos ojos brillantes por la luz.
Era Amalivacá, padre de las gentes que
nacerían después, el cual traía con él en la canoa a su hermano Vochi y a sus
dos hijas.
Cuando Amalivacá llego a la Encaramada, pintó
sobre la roca Tepu-mereme las figuras de la luna y el sol, atracó luego en una
gran caverna abierta en la montaña, y comenzó a rehacer el mundo ayudado por su
hermano Vochi, y a arreglar las aguas del río para que volviera de nuevo a su
cauce.
Y Amalivacá pensó:
-Si las aguas fuesen hacia arriba y hacia
abajo, las gentes no tendrían que cansarse tanto navegando contra corriente y
podrían subir y bajar con facilidad.
A Vochi le pareció bien esta idea, y los dos
se pusieron a trabajar con toda su fuerza, mayor que la de ningún ser humano,
para conseguir su propósito; pero aunque lo intentaron durante mucho tiempo, no
pudieron lograrlo, y entonces hicieron que las corrientes bajasen de la montaña
hacia el mar y que el viento soplase del mar a la montaña, para que no fueran
tan difícil a los hombres remontar el Orinoco.
Después, Amalivacá tocó su tambor, que era una
enorme piedra que sobresalía en las llanuras de Maita, y dijo a la pareja:
-He venido de un lugar que está más allá de la
otra orilla del río y quiero que repobléis de nuevo la tierra.
-¿Cómo haremos para ser pronto tantas gentes
como habíamos antes de la inundación? -le preguntaron ellos.
-Coged los frutos de la palmera moriche y
arrojadlos hacia atrás por encima de vuestras cabezas -les contestó Amalivacá.
El hombre y la mujer buscaron la palmera de la
vida, que otra vez alzaba sobre la tierra seca su tronco floreciente, le
arrancaron los frutos y los arrojaron a su espalda, como se lo había dicho
Amalivacá.
Y de cada semilla, en cuanto caía al suelo, se
iba formando un hombre y una mujer tamanacos, que fueron los padres de las
nuevas generaciones.
Las hijas de Amalivacá, acostumbradas a viajar
con su padre por los ríos y caminos de la tierra, andaban siempre por la
montaña y el bosque, cortando orquídeas para adornarse el cabello; pero
Amalivacá quiso que ellas fundasen una raza de hombres y, quebrándoles las
piernas para que no pudieran seguir corriendo de un lado a otro, las unió a los
varones nacidos de las semillas del moriche, para que fuesen origen de las
gentes.
Después de aquello, el padre y salvador de los
tamanacos, el gran Amalivacá, de ojos brillantes como la luz y fuerzas
más poderosas que las del gran río, se embarcó de nuevo en su curiara, remontó
la corriente del Orinoco y se marchó más allá de la otra orilla, hacia lugares
desconocidos, de los que nunca volvió.
Y sus descendientes se extendieron por la
tierra y aprendieron a construir churuatas para defenderse de las lluvias;
desbrozaron los bosques para plantar sus conucos y sembraron en ellos yuca y
maíz; tejieron cestos y chinchorros con las fibras de las palmeras, y formaron
azadas y palos, totumas, taparas, vasijas para cocinar sus alimentos y arcos y
flechas para derribar a los venados y a los manatíes.
Arrancaron el brillante plumaje de los
arrendajos y de los papagayos para adornar sus cabezas, y formaron con los
huesos y las pieles de los animales flautas y tambores para acompañar los
movimientos rítmicos de sus danzas sagradas.
Y los más valientes de entre sus hombres
fueron nombrados caciques por la tribu, y llevaron a las gentes a la victoria
en las luchas contra las tribus vecinas...
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