Friday, 11 March 2016

Las hazañas de Cristóbal Colón contadas desde perspectivas diferentes



Para empezar, muchas personas intentaron viajar o salir a explorar lo que había más allá del mar, observar lo nunca antes visto, quedando con  la inquietud  y  deseos de repetir las aventuras leídas en libros como el de Marco Polo, entre otros. Con el anhelo  de ver y conseguir grandes hazañas, entusiasmados por salir a los grandes mares,  y describir a través de la literatura, el descubrimiento de razas, viviendas, alimentos y hasta paisajes. Ahora bien,  para representar estas visiones se tomarán  en cuenta dos textos: El arpa y la sombra (1979) de Alejo Carpentier y los fragmentos presentes en la Historia real y fantástica del Nuevo Mundo (Diarios del primer viaje de Cristóbal Colón y La primera visión de tierra firme).
De esta manera, se destaca Cristóbal Colón un hombre que llegó a ser muy reconocido en la historia latinoamericana, ya que su amor por las lecturas de viajes fantásticos, lo llevó  a hacer lo posible por viajar mar adentro, buscando la manera de observar y testificar, lo que en libros estaba escrito; con lo cual conoció otras islas, costumbres, fábulas y paisajes diferentes a España. Gracias a la reina Isabel y al rey Fernando, Reyes Católicos de España, a quienes logró convencer con sus palabras para que fueran los promotores de tan grande hazaña.

Asimismo, llega Colón al palacio de los reyes católicos, a dialogar sobre su viaje  y de las cosas maravillosas, su geografía deslumbrante, el oro que se podía conseguir en tierras, su buen chantaje y mentiras con las cuales convenció a la reina Isabel consiguió así las tres Naos, el premiso y lo que llevarían en la nao. Diciendo así en El Arpa y La Sombra de Alejo Carpentier (1979) “Buena Suerte. Y  consigue todo el oro que puedas para que con el podamos llevar la guerra al África. Y hasta reconquistar la ciudad de Jerusalem como se reconquistó el Reino de Granada” (p. 42).

En relación con lo anterior Colón salió a la expedición en un largo viaje a lo desconocido; la Niña, la Pinta y la Santa María así eran llamadas  las naves, en la cuales viajaban personas cristianas, un judío, los cuales eran gente de poca reputación. Para emprender este viaje Colón tenía que dar algo a cambio para que ellos quisieran, lo cual se plantea en este fragmento de los Diarios del primer viaje de Cristóbal Colón
Por lo cual, cuando dijeron la “Salve”, que la acostumbran a decir y cantar a su manera todos los marineros y se hallan todos, rogó y amonestólos el Almirante que hiciesen buena guarda al castillo de proa y mirasen bien por la tierra, y que al que le dijese primero que veía tierra le daría luego un jubón de seda, sin las otras mercedes que los Reyes habían prometido, que eran diez mil maravedíes de juro a quien primero la viese (p. 3).
En cambio, en lo escrito en el libro El Arpa y la Sombra de Alejo Carpentier, resalta la verdad, revelando las mentiras ocultas de Cristóbal Colón, dando a interpretar una persona egoísta, queriendo apoderase de los maravedíes, lo cual así dijo:
¡No, Rodrigo! ¡Te jodiste! ¡Me quedo con tus diez mil maravedís de renta!... Yo también pude gritar “¡Tierra!” cuando vi las candelillas, y no lo hice Podía haber gritado antes que tu y no lo hice. Y no lo hice porque, en habiendo divisado tierra, al haber puesto un término a mis angustias, no podía sonar mi voz como la de un simple vigía ansioso de ganarse una recompensa que resultaba pequeña para mi repentina grandeza. (p. 47)
           
            Por otra parte, se puede mencionar que en los Diarios de primer viaje de Cristóbal Colón, resalta el engaño, al comparar ciertos lugares del Nuevo Mundo con las ciudades españolas, lo cual no es cierto, solo lo decía por colocar nombre a lo desconocido que se le asemejaba a lo existente en España. “Esta isla es bien grande y muy llana y de árboles muy verdes y muchas aguas y una laguna en medio muy grande, sin ninguna montaña, y toda ella verde, que es placer de mirarla(p. 7).

Así mismo, lo resalta en el Arpa y la sombra Alejo Carpentier, ante la conciencia de fallecer relata con verdad lo que en otras estaba escrito.
En cuanto al paisaje, no he de romperme la cabeza: digo que las montañitas azules que se divisan a lo lejos son como las de Sicilia, aunque en nada se parecen a las de Sicilia. Digo que la hierba es tan grande como la de Andalucía en abril y mayo, aunque nada se parece, aquí, a nada andaluz. Digo que cantan ruiseñores donde silban unos pajaritos grises, de pico largo y negro, que más parecen gorriones Hablo de campos de Castilla, aquí donde nada pero nada, recuerda los campos de Castilla. (p. 5).

De igual manera, se  nota la ambición de Colón por conseguir oro, llegando a tal punto de capturar a unos indios para que lo guiaran a donde se encuentran las minas de este, ya que, en cada isla algunos nativos poseían algunas piezas, así lo expone el personaje  Colón en la novela de Alejo Carpentier:
Dije: ORO. Viendo tal maravilla sentí como un arrebato interior. Una codicia, jamás conocida, me germinaba en las entrañas. Me temblaban las manos. Alterado, sudoroso, empecinado, fuera de goznes, atropellando a esos hombres a preguntas gesticuladas, traté de saber de donde venía ese oro, cómo lo conseguían, donde yacía, cómo extraían, como lo labraban, puesto que, al parecer, no tenían herramientas ni conocían el crisol. Y palpaba el metal, lo sopesaba, lo mordía, lo probaba, secándole la saliva con un pañuelo para mirarlo al sol, examinarlo en la luz del sol, hacerlo relumbrar en la luz del sol, tirando del oro, poniéndomelo en la palma de la mano, comprobando que era oro, oro cabal, oro verdadero —oro de ley” (p. 51).


Finalmente, estos dos textos exponen los hechos del antes, durante y después  del descubrimiento de América, dando sus versiones en la forma de proceder Cristóbal Colon, donde cabe preguntarse quién está más cerca de lo real y por ello se invita a reflexionar sobre lo real, lo empellido y lo falso.




Claudia J. Nariño C.

Carpentier y la biblia

El hombre siempre ha tenido la necesidad de explicar ciertas interrogantes, tales como: ¿De dónde viene? ¿Cuál es el origen del  mundo? Y hasta ¿Qué hay después de la muerte? No es simplemente formular las preguntas, también es su afán de saciar su curiosidad, intentado responderlas de diferentes maneras, ya sea por medio de la ciencia (respuestas lógicas) o de la religión (respuestas sobrenaturales).

Siendo Alejo Carpentier un escritor cubano, influenciado fuertemente de misticismo, se planteó infinidad de interrogantes, la literatura le permitió describir muchas de las respuestas a esas preguntas, tal como lo asegura Segovia F en Invitación al mito: “los mitos son historias fabulosas que las culturas primitivas inventan para explicarse de algún modo los fenómenos naturales” (p. 9) Por tal razón, el escritor indaga en diferentes mitologías para descubrir lo que estas poseen en común a la hora de interpretar los fenómenos que los rodean y así nos ofrece un texto como “Los advertidos”

Asimismo, en dicho texto Carpentier nos invita a pensar en las creencias que tienen diversas culturas, pero también podría invitarnos a pensar que como el mundo es tan grande se requiere de una ayuda que va más allá de un solo dios: “Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay tantos dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en esa venencia y turbamulta en torno a las cosas del Universo.”

Por otra parte, en el escrito hay unas líneas que se podrían asemejar sin duda a un pasaje del antiguo testamento de la Biblia en que se relata la conocida historia del arca de Noé, y el diluvio. Así pues Alejo también describe una historia similar: “Soy Deucalión -dijo-. De donde se yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado por el dios del Cielo y de la luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible diluvio” “¿Y dónde lleva los animales en una nave tan exigua?, preguntó Amaliwak

Finalmente, se puede concluir que estos textos surgieron producto de la necesidad de responder preguntas que muchos se hacen pero que aun no tienen respuestas, y que con la magia que tiene la literatura se puede crear y hasta recrear gracias a los límites que tiene la imaginación, son entonces estos textos el resultado de ello.


Claudia J. Nariño C. 

Thursday, 10 March 2016

El descubridor del Nuevo Mundo

Durante muchos años los maestros de historia han enseñado a los jóvenes que, el descubridor de América es Cristóbal Colón, pero ¿en realidad merece este título?; Alejo Carpentier nos cuenta otra versión de la historia, de cómo se reveló el Nuevo Mundo; según Carpentier en su novela, El arpa y la sombra nos habla sobre ¿quién fue? y ¿qué hizo durante su vida? Antes y durante sus viajes, de igual manera el engaño cometido ante los reyes católicos.
Se dice que fue Cristóbal Colón Quien  encontró el Nuevo Mundo, pero Carpentier nos muestra otra posible versión de la historia en la que revela, a través de la ficción, algunos vacíos históricos. Según lo que se relata en El arpa y sombra cuando Colón era joven navegaba con una tripulación, en ella se entera de fascinantes historias de alta mar, en las que se habla de una “tierra verde” con maravillosos cuentos como la “tierra del vino”, que es también llamada “Vinlandia”, la cual fue descubierta por los vikingos, unos siglos antes
(…) me dice que, hace ya tantos años que suman varios siglos, un  hidalgo pelirrojo, de aquí, al ser condenado a destierro por delito de homicidio, había emprendido una navegación fuera de los rumbos usuales, que lo condujo a una enorme tierra a la que llamo “Tierra Verde” por los verdes que allí estaban los árboles (Carpentier, 1979, p. 31)
Lo que nos demuestra que fueron los vikingos los primeros en llegar a esta tierra nueva, sin dar a conocer al mundo su hallazgo, por lo que Colón se aprovecha de esto, ya que pocos eran los que conocían estas historias.
Cuando consigue tener la madurez y el dinero suficiente para emprender su viaje a nuevas tierras, busca el financiamiento de su empresa ante los reyes católicos, pero tras ser negada, va ante los reyes de Portugal e Inglaterra, obteniendo el mismo resultado, desarma y reconstruye su empresa para volver ante la corte, esta vez a solas con la reina Isabel a la que adula y conquista en la intimidad, consiguiendo así lo que tanto añora. Es de esta manera como engaña a la reina haciéndole creer que solo él conoce sobre ese lugar, sabiendo las tierras a donde se dirige ya han sido pisadas por otros navegantes.
No es esta la única forma en que engaña, ya que es en su primer viaje cuando decide mentir a la tripulación y a los reyes Católicos, anotando en su diario menos leguas de las que en realidad había avanzado, porque no estaba seguro del lugar a donde se dirigía.
(…) me resolví recurrir a la mentira, al embuste, al perenne embuste en que habría de vivir (y esto si lo diré al franciscano confesor a quien ahora espero) desde el domingo 9 de septiembre en que acorde contar cada día menos leguas de las que andábamos  porque si el viaje era luengo no se espantase ni desmayase la gente. (Carpentier A. 1979, p.45).


Sigue el repertorio de embuste por parte de Colón, que a partir del 13 de octubre comienza con la redacción de sus relaciones de viajes con la palabra “oro”, todo esto porque a pesar de tanto tiempo de búsqueda, no encuentra nada. A lo que resolvió por capturar a unos indios para que los guiaran a donde se encontraban las minas de oro, pero nunca consiguió nada.
Para su segundo viaje, Colón llama a los indios pacíficos “caníbales”, no basta con este insulto, decide inaugurar el tráfico de esclavos, a los que incluye mujeres, niños y niñas, con el fin de sacarle fruto de alguna manera a su empresa, por no haber conseguido el oro y especias que tanto añoraba.
Fueron muchas las atrocidades cometidas por parte de Colón y de los españoles contra los indios, que incluso los obligaron a realizar crueles trabajos hasta la muerte, todo esto por la codicia y la ambición del dinero y el oro, con el objetivo de alcanzar un fin mayor para su propio beneficio y ego, de querer trascender a la historia como el hombre que descubrió a América.
Hoy queda en entredicho la grandeza y la imagen de “superioridad” con la que se veía anteriormente a este personaje que, sin duda alguna, marca un antes y un después en lo que respecta a la forma de vivir de los aborígenes americanos. Pero es posible dudar ahora si la llegada de Colón a la gran América fue realmente un descubrimiento o simplemente un error de cálculo en su ruta, o si era un gran navegante o un sujeto con mucha suerte.


Neida A. Martínez V.

Wednesday, 2 March 2016

Los advertidos (Alejo Carpentier. En: Guerra del tiempo y otros relatos 1971).

I
El amanecer se llenó de canoas. Al inmenso remanso, nacido de la invisible confluencia del Río venido de arriba -cuyas fluentes se desconocían- y del Río de la Mano Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosamente en esbeltez de eslora, para detenerse, a palancazas de los remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban, se unían borda con borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas para presumir de graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a donde no los llamaban. Ahí estaban los de las tribus enemigas -secularmente enemigas por raptos de mujeres y hurtos de comida-, sin ánimo de pelear, olvidadas de pendencias, mirándose con sonrisas fofas, aunque sin llegar a entablar diálogo. Ahí estaban los de Wapishan y los de Shirishan, que otrora -acaso dos, tres, cuatro siglos antes- se habían acuchillado las jaurías, mutuamente, librándose combates a muerte, tan feroces que, a veces, no había quedado quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras lacadas, pintadas con zumo de árboles, seguían saltando a canoa en canoa, enseñando los sexos acrecidos por prepucios de cuerno de venado, agitando las sonajas y castañuelas de conchas que llevaban colgadas de los testículos. Esa concordia, esa paz universal, asombraba a los recién llegados, cuyas armas, bien preparadas, atadas con cordeles que podían zafarse rápidamente, quedaban, sin mostrarse, en el piso de las canoas, bien al alcance de la mano. Y todo aquello -la concentración de naves, la armonía lograda entre humanos enemigos, el desparpajo de los bufones- era porque se había anunciado a los pueblos de más allá de los raudales, a los pueblos andariegos, a los pueblos de las montañas pintadas, a los pueblos de las Confluencias Remotas, que el viejo quería ser ayudado en una tarea grande. Enemigos o no, los pueblos respetaban al anciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y su buen consejo, los años vividos en este mundo, su poder de haber alzado, allá arriba en la cresta de aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía; que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales: que acaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Generadora, que, acostada sobre los montes, siguiéndole el contorno como una mano puede seguir el contorno a la otra mano, había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los hombres, dándoles el Bien con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris, y Mal, con la serpiente coral, cuya cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los venenos. Era broma corriente decir que Amaliwak, por viejo, hablaba solo y respondía con tonterías a sus propias preguntas, o bien interrogaba las jarras, las cestas, la madera de los arcos, como si fuesen personas. Pero cuando el Viejo de los Tres Tambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahí que el remanso más apacible de la confluencia del Río venido de arriba con el río de la Mano Derecha estuviera llena, repleta, congestionada de canoas, aquella mañana.

Cuando el viejo Amaliwak apareció en la laja, que a modo de tribuna gigantesca se tendía por encima de las aguas, hubo un gran silencio. Los bufones regresaron a sus canoas, los hechiceros volvieron hacia él el oído menos sordo, y las mujeres dejaron de mover la piedra redonda sobre los metales. De lejos, de las últimas filas de embarcaciones, no podía apreciarse si el Viejo había envejecido o no. Se pintaba como un insecto gesticulante, como algo pequeñísimo y activo, en lo alto de la laja. Alzó la mano y habló. Dijo que Grandes Trastornos se aproximaban a la vida del hombre; dijo que este año, las culebras habían puesto los huevos por encima de los árboles; dijo que, sin que le fuera dable hablar de los motivos, lo mejor para prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros, a los montes, a las cordilleras. “Ahí donde nada crece”, dijo un Wapishan a un Shirishan que escuchaba al viejo con sonrisa socarrona. Pero un clamor se alzó allá, en el ala izquierda donde se habían juntado las canoas venidas de arriba. Gritaba uno: “¿Y hemos remado durante dos días y dos noches para oír esto?”, “¿Qué ocurre en realidad?”, gritaban los de la derecha. “¡Siempre se hace penar a los más desvalidos!”, gritaron los de la izquierda. “¡Al grano! ¡Al grano!”, gritaron los de la derecha. El viejo alzó la mano otra vez. Volvieron a callar los bufones. Repitió el viejo que no tenía el derecho de revelar lo que, por proceso de revelación, sabía. Que, por lo pronto, necesitaba brazos, hombres, para derribar enormes cantidades de árboles en el menor tiempo posible. Él pagaría en maíz -sus plantíos eran vastos- y en harina de yuca, de las que sus almacenes estaban repletos. Los presentes, que habían venido con sus niños, sus hechiceros y sus bufones, tendrían todo lo necesario y mucho más para llevar después. Este año -y esto lo dijo con un tono extraño, ronco, que mucho sorprendió a quines lo conocían- no pasarían hambre, ni tendrían que comer gusanos de tierra en la estación de las lluvias. Pero, eso sí: había que derribar los árboles limpiamente, quemarles las ramas mayores y menores, y presentarle los troncos limpios de taras; limpios y lisos, como los tambores que allá arriba (y los señalaba) se erguían. Los troncos, rodados y flotados, serían amontonados en aquel claro -y mostraba una enorme explanada natural- donde, con piedrecitas, se llevaría la contabilidad de lo suministrado por cada pueblo presente. Acabó de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones y empezó el trabajo.

II

“El viejo está loco.” Lo decían los de Wapishan, lo decían los de Shirishan, los decían los Guahíbos y Piaroas; lo decían los pueblos todos, entregados a la tala, al ver que con los troncos entregados, el viejo procedía a armar una enorme canoa -al menos, aquello se iba pareciendo a una canoa- como nunca pudiese haber concebido una mente humana. Canoa absurda, incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los Tres Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisiones internas -unos tabiques movibles- absolutamente inexplicables. Además, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empezaba a alzarse algo como una casa con techo de hojas de moriche superpuestas en cuatro capas espesas, con una ventana de cada lado, era de un calado tal que las aguas de aquí, con tantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas, jamás podía llevar. Por ello, lo más absurdo, lo más incomprensible, es que aquello tuviese forma de canoa, con quilla, con cuaderna, con cosas que servían para navegar. Aquello no navegaría nunca. Templo tampoco sería, porque los dioses se adoran en cavernas abiertas en las cimas de los montes, allá donde hay animales pintados por los Antepasados, escenas de caza, y mujeres con los pechos muy grandes. El Viejo estaba loco. Pero de su locura se vivía. Había mandioca y maíz y hasta maíz para poner la chicha y fermentar en los cántaros. Con esto se daban grandes fiestas a la sombra de la Enorme Canoa que iba creciendo de día en día. Ahora el Viejo pedía resina blanca, de esa que brota de los troncos de un árbol de hojas grasas, para rellenar las hendijas dejadas por el desajuste de algún tronco, mal machihembrado con el más próximo. De noche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros sacaban las Grandes Máscaras de Aves y Demonios; los bufones imitaban el venado y la rana; había porfías, responsos, desafíos incruentos entre las tribus. Venían nuevos pueblos a ofrece sus servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak, plantando una rama florida en el techo de la casa que dominaba la Enorme Canoa, resolvió que el trabajo estaba terminado. Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca y en maíz y -no sin tristeza- los pueblos emprendieron la navegación hacia sus respectivas comarcas. Ahí quedaba, en luna llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construcción en tierra que jamás habría de navegar a pesar de su perfil de nave-con-casa-encima, en cuyo cuádruple techo de moriche andaba el viejo Amaliwak, entregado a extrañas gesticulaciones. La Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo les hablaba. Había roto las fronteras del porvenir y recibía instrucciones del anciano. “Repoblar la tierra de hombres, haciendo que su mujer arrojara semillas de palmera por encima de su hombro.” A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba la voz de la Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras cantarinas helaban la sangre. “¿Por qué habré de ser yo -pensaba el anciano Amaliwak- el depositario del Gran Secreto vedado a los hombres? ¿Por qué se me ha escogido a mí para pronunciar los terribles conjuros, para asumir las grandes tareas?” Un bufón curioso había permanecido en una barca rezagada para ver lo que podía ocurrir ahora en el Extraño-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la luna se ocultaba ya detrás de las montañas cercanas, sonaron los Conjuros, inauditos, incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte que no podía tratarse de la vos de Amaliwak. Entonces algo que era de vegetación, de árboles, del suelo, de los ramazones, que aún quedaban detrás de las talas, echó a andar. Era un tumulto tremebundo de saltos, de vuelos, de arrastre, de galopes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa. El cielo blanqueó de garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpazos, trompas, morros, corcovaos, encabritamientos, cornadas; una masa arrolladora, tremebunda, presurosa, se iba colando en la embarcación imposible, cubierta por las aves que entraban a todo vuelo, por entre cuernos y cornamentas, patas alzadas, mordiscos lanzados al viento. Después, el suelo hirvió en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y las serpientes menores -ésas, que hacen música con la cola, se disfrazan de ananás o traen pulseras de ámbar y de coral sobre el cuerpo. Hasta bien pasado el mediodía se asistió a la arribazón de gente que, como los venados rojos, no habían recibido el aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajes largos eran trabajosos y más ahora que eran los tiempos de desovar. Por fin, viendo que la última tortuga había entrado en la canoa. El anciano Amaliwak cerró la Gran-Escotilla, y subió a lo más alto de la casa donde las mujeres de su familia -es decir: de su tribu, puesto que su gente se casaba a los trece años- estaban entregadas, cantando, a los juegos y rejuegos del metate. El cielo de aquel mediodía era negro. Parecía que las tierras negras de las comarcas negras se hubiese subido, de horizonte a horizonte. En eso sonó la Gran-voz-de-Quien-todo-lo-Hizo: “Cúbrete los oídos”, dijo. Apenas Amaliwak hubo obedecido, retumbó un trueno tan horrísono y prolongado que los animales de la Enorme-Canoa quedaron ensordecidos. Entonces empezó a caer la lluvia. Lluvia de Cólera de los Dioses, pared de agua de un espesor infinito, bajada de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo. Como era imposible respirar, siquiera, bajo semejante lluvia, el viejo entró en la casa. Ya caían goteras, ya lloraban las mujeres, ya chillaban los niños. Y ya no se supo del día ni de la noche. Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se había provisto de mechas que, al ser encendidas, ardían más o menos durante el tiempo de un día o de una noche. Pero ahora, con la ausencia de luz, estaba desconcertado en sus cálculos, dando noches por días y días por noches. Y, de súbito, en un momento que el anciano no olvidaría nunca, la proa de la canoa empezó a dar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella construcción hecha a los dictados de los Poderosos de las Montañas y de los Cielos. Y después de una tensión, de una indecisión, de un miedo, que obligó a Amaliwak a tomarse un jarro entero de Chicha de maíz, hubo como un embate sordo. La Enorme-Canoa había roto su última atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor en el pecho de los hombres y animales. La Enorme-Canoa flotaba.

III

Al principio Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y tataranietos trataron, aullantes, de piernas abiertas en las cubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del timón. Era inútil. Circundada la montaña, azotada por los rayos, la Enorme-Canoa caía, de raudal en raudal, de viraje en viraje, esquivando los escollos, sin topar con nada, por su misma debilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuando el anciano se asomaba a la borda de su Enorme-Canoa, la veía correr, harto rauda, desorientada, desnortada (¿acaso se veían las estrellas?) en su mar de fango líquido que iba empequeñeciendo las montañas y los volcanes. Porque a aquél se le miraba de cerca el exiguo abismo que otrora arrojara fuego. Poco impresionaban sus labios de lava llovida. Las montañas se reducían en tamaño en aquella desaparición creciente de sus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos inseguros, a veces, antes de arrojarse a un disparadero de aguas que paraba en cataratas ya amansadas por las aguas -según el mal cálculo de Amaliwak había llovido durante más de veinte días, y de aquella manera tremebunda…- dejaron de caer del cielo. Se hizo un gran remanso, una gran mar quieta entre las últimas cimas visibles, con sus playas de lado pintadas a millares de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dejó de agitarse. Era como si La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo le impusiera un descanso. Las mujeres habían regresado a sus metates. Los animales, abajo, estaban tranquilos; todos, desde el día de la Revelación, se habían conformado con el yantar cotidiano, de maíz y de yuca, así fueran carnívoros. Amaliwak, cansado, se echó un buen jarro de Chicha en el gaznate y se echó a dormir en su chinchorro.

Al tercer día de sueño lo despertó el choque de su nave con alguna cosa. Pero no era cosa de roca, ni de piedra, ni de troncos muy viejos, de esos que yacían petrificados, intocables en los claros de la selva. El golpe había derribado algunas cosas: jarros, enceres, armas, por su violencia. Pero había sido un golpe blando, como de madera mojada con madera mojada, de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos, después de herirse las cortezas, siguen juntos sus caminos, unidos como marido y mujer. Amaliwak subió a los pisos superiores de su embarcación. Su canoa había tropezado, de soslayo, con algo rarísimo. Sin fracturas había abordado una nave enorme, de costillares al descubierto, de cuadernas fuera de borda, como hecha de bambúes, de juncos, con algo sumamente singular: un mástil en torno al cual giraba, según soplara la brisa -ya habían terminado los grandes vientos- un velamen cuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire que soplaba por debajo, como una chimenea. Viendo así la embarcación oscura, que ninguna forma viviente animaba, pensó el anciano Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras -con chicha adentro por supuesto. Tenía unos trescientos codos de longitud, unos cincuenta de anchura, y unos treinta codos de alto. “Más o menos como mi canoa -dijo- aunque yo he dilatado a lo sumo las proporciones que me fueron dictadas por revelación. Los dioses de tanto andar por los cielos, poco saben de navegar.” Se abrió la escotilla de la extraña nave, apareció un anciano pequeñito, tocado con un gorro rojo, que parecía sumamente irritado. “¿Qué? ¿No atamos cabos?”, gritó, en un idioma extraño, hecho a saltos de tonalidades de palabras a palabras, pero que Amaliwak entendió porque los hombres sabios, en aquellos días, entendían todos los idiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos. Amaliwak mandó a lanzar cabos a la extraña embarcación; ambas se arrimaron, y se abrazó el anciano de otro anciano de tez un tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de Sin, cuyos animales traía en las entrañas del Gran Barco. Abriendo la escotilla mostró a Amaliwak un mundo de animales desconocidos que entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pintaban estampas zoológicas por él nunca sospechadas. Se asustó al ver que hacía ellos trepaba un oso negro de muy fea traza: abajo había como venados grandes, con gibas en los lomos. Y unos felinos brincadores, nunca quietos, que llamaban “onzas”. “¿Qué hace usted aquí?”, preguntó el hombre de Sin a Amaliwak. “¿Y usted?”, contestó el anciano. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el hombre de Sin. “Estoy salvando a la especie humana y las especies animales”, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres del hombre de Sin habían traído vino de arroz, no se habló más de cuestiones difíciles de dilucidar, aquella noche. Y algo borrachos estaban los hombres de Sin y el anciano Amaliwak cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retumbar a las dos naves. Una embarcación cuadrada -trescientos codos de longitud, cincuenta más o menos de anchura, treinta codos (eran unos cincuenta) de alto- dominada por una casa vivienda con ventanas laterales, había topado con las dos naves amarradas. En la proa, antes de que fuesen a requerirlo por una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano, de largas barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo recitaba a gritos, para que todos lo escucharan, y nadie viniese a requerirlo por la maniobra marinera mal hecha. Decía: “Me dijo Iaveh: "Hazte un arca de madera de Gopher; harás aposentos en el arca, y la embetunarás con brea por dentro y por fuera. Al arca harás pisos abajo, segundo y tercero”. “Aquí también hay tres pisos”, decía Amaliwak. Pero proseguía el otro: “Y yo, he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en el la tierra morirá. Más estableceré un pacto contigo y entrará en el arca tú y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos contigo…” “¿No fue eso acaso lo que hice?”, dijo el anciano Amaliwak. Pero proseguía el otro el recitado de su Revelación: “Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembra serán. De las aves según su especie; de todo reptil de la tierra, según su especie; dos de cada especie entrarán contigo para que hayan vida”. “¿Así no hice yo?”, preguntábase el anciano Amaliwak hallando que aquel extraño resultaba harto presuntuoso con sus Revelaciones que eran semejantes a todas las demás. Pero al pasar de embarcación en embarcación, los nexos de simpatía se fueron creando. Tanto el hombre de Sin, como el anciano Amaliwak y el Noé recién llegado eran grandes bebedores. Con el vino del último, la chicha del viejo y el licor de arroz del primero, los ánimos se fueron ablandando. Se formulaban preguntas, tímidas al comienzo, acerca de los pueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de comer. Ya sólo llovía de cuando en cuando, y eso, como para poner un poco de claridad en el cielo. El Noé, del arca maciza, propuso que se hiciera algo para saber si toda vida vegetal había desaparecido del mundo. Lanzó una paloma sobre las aguas, quietas aunque fangosas en grado increíble. Al cabo de una larga espera, la paloma regresó con un ramito de olivo en el pico. El anciano Amaliwak lanzó entonces un ratón al agua. Al cabo de una larga espera regresó con una mazorca de maíz entre sus patas. El hombre del País de Sin despachó, entonces, un papagayo, que regresó con una espiga de arroz debajo del ala. La vida recobraba su curso. Sólo faltaba recibir alguna Instrucción de Aquellos que vigilan el ir y venir de los hombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban de nivel.

IV

Transcurrían los días y calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo, de Iaveh con quien Noé parecía haber tenido largos coloquios, con instrucciones más precisas que las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Creó y vive en el espacio ingrávido y suspendido como una burbuja, escuchado por el Hombre de Sin. Desconcertados estaban los capitanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber qué hacer. Descendían las aguas; crecían las cordilleras en el horizonte de paisajes libres de nieblas. Y, una tarde en que los capitanes bebían para distraerse de sus propias cavilaciones, se anunció la aparición de una cuarta nave. Era casi blanca, de una admirable finura de líneas, con las bordas pulidas y una vela de forma que nunca habían visto por acá. Se arrimó ligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareció su Capitán: “Soy Deucalión -dijo-. De dónde se yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del Cielo y de la Luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible diluvio” “¿Y dónde lleva los animales en una nave tan exigua?”, preguntó Amaliwak. “No se me ha hablado de los animales -dijo el recién llegado-. Cuando termine esto tomaremos piedras, que son los huesos de la tierra, y mi esposa Pirra las arrojará por encima de sus hombros. De cada guijarro nacerá un hombre”. “Yo debo hacer lo mismo con las semillas de palmeras”, dijo Amaliwak. En eso, de la bruma que acababa de levantarse sobre las costas cada vez más próximas, surgió, como embistiendo, la mole enorme de una nave casi idéntica a la de Noé. Una hábil maniobra de los que la tripulaban ladeó la embarcación poniéndola al pairo. “Soy Our-Napishtim -dijo el nuevo Capitán, saltando a la nave de Deucalión-. Por el Dueño-de-las-Aguas supe lo que iba a ocurrir. Entonces edifiqué el arca, y embarque en ella, además de mi familia ejemplares de animales de todas las especies. Me parece que lo peor ha pasado. Primero arrojé una paloma al espacio, pero regresó sin haber hallado cosa alguna que, para mí, significara vida. Lo mismo me ocurrió con la golondrina. Pero el cuervo no regresó: pruebas de que halló algo que comer. Estoy seguro de que en mi país, en el lugar llamado Boca de los Ríos, ha quedado gente. El agua sigue descendiendo. Ha llegado la hora de regresar a las tierras propias. Con tanta tierra de aquí, de allá, acarreada, depositada, dejada sobre los campos, tendremos buenas cosechas”. Y dijo el hombre de Sin: “Pronto abriremos las escotillas y saldrán los animales a sus pastos fangosos; y se reanudará la guerra entre las especies; y los unos devorarán a los otros. No me cupo la gloria de salvar a la raza de los dragones, y lo siento, porque ahora esa raza se extinguirá. Sólo hallé un dragón macho, sin hembra, en el lugar septentrional donde pacen elefantes de colmillos curvos y donde los grandes lagartos ponen huevos semejantes a sacos de sésamo”. “Todo está en saber si los hombres habrán salido mejores de esta aventura -dijo Noé-. Muchos deben haberse salvado en las cimas de los montes.”

Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja -inconfesada, sin embargo; guardada en lo hondo del pecho- les ponía lágrimas a las gargantas. Se había venido abajo el orgullo de creerse elegidos -ungidos- por las divinidades que, en suma, eran varias, y hablaban a los hombres de idéntica manera. “Por ahí deben andar otras naves como las nuestras” dijo Our-Napishtim, amargo. “Más allá de los horizontes; mucho más allá debe haber otros hombres advertidos, navegando con sus cargas de animales. Debe haberlo de países donde se adora el fuego y las nubes”. “Debe haberlo de los Imperios del Norte que, según dicen, son tremendamente industriosos.” En ese instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak: “Apártate de las demás naves, y déjate llevar por las aguas”. Nadie, salvo el Viejo, escuchó el tremendo mandato. Pero a todos les ocurría algo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos de otros, volviendo a sus embarcaciones. Cada una halló la corriente que le correspondía, en un agua que ya se pintaba a la manera de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontró solo con su gente y con sus animales. “Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay tantos dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desavenencia y turbamulta en torno a las cosas del Universo.” Los dioses se le empequeñecían. Pero aún le tocaba una tarea que cumplir. Arrimó la Enorme-Canoa a una orilla y, bajando detrás de una de sus esposas, le hizo arrojar detrás de sus espaldas las semillas de palmera que llevaba en un saco. En el acto -y era maravilloso verlo- las semillas se transformaron en hombres que en pocos instantes crecían, pasando de la talla de niños, a la talla de mozos, a la talla de adolescentes, a la talla de hombres. Con las semillas que contuvieran gérmenes de hembra ocurría lo mismo. Al cabo de la mañana era una multitud, pululante, la que llenaba la orilla. Pero, en eso, una oscura historia de rapto de hembra, dividió a la multitud en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo cómo los hombres, recién salvados, se mataban unos a otros. Y según sus posiciones de combate en la costa elegida para su resurrección, era evidente que ya se había creado un Bando-montaña y un Bando-valle. Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía el otro con el cráneo abierto por una piedra. “Creo que hemos perdido el tiempo”, dijo el anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Canoa a flote.


FIN
Leyendas y Mitología Azteca

Mito de Amalivacá (Kuai-Mare. Mitos aborigenes de Venezuela)

Kuai-Mare. Mitos aborígenes de Venezuela (Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1993).
El mito de Amalivacá

Cerca de la sierra encaramada, a orillas del Cuchivero, habitaron los tamanacos, que se alimentaban de frutos silvestres y pescados que cogían en las quebradas de la sabana o entre las aguas del Orinoco.

Al Orinoco llegaban el Suapure, el Caura, el Cuchivero y otros muchos ríos, entregándole sus corrientes y aumentando así su poderoso caudal, que se encrespaba unas veces en torbellinos de espuma, deslizándose otras sobre la tierra suavemente, como una enorme culebra.


En cierta ocasión el gran río comenzó a rugir como si de su fondo estallasen los truenos y rayos de una tormenta. Elevó después sus aguas, se desbordó de su cauce y saltó a borbollones por encima de las matas y de los árboles, sobre las rocas y los cerros, anegando las chozas de las gentes y dejando cubierta toda la superficie de la tierra.
Los tamanacos quedaron ahogados por aquella gran inundación y sólo lograron salvarse un hombre y una mujer que se refugiaron en la altísima roca Tepu-mereme, sobre la gran cordillera que se levanta frente al río.

Desde allí pudo ver la pareja cómo las aguas habían cambiado el aspecto del mundo y cómo en lugar de los valles, de las palmeras y de ceibas, flotaban restos de troncos desgajados, rocas desprendidas, fango y rotos bejucos entre las aguas enfurecidas del gran río, que todo lo había destruido y transformado
Llenos de temor, los ojos del hombre y de la mujer sólo alcanzaban a ver el agua que se batía contra la montaña, con un desconocido estrépito nunca hasta entonces escuchado por las gentes.
Pero cuando ya pensaban morir sobre la roca, vieron de pronto una extraña canoa que avanzaba por encima del oleaje, manejada por un hombre alto y fuerte, de agudos ojos brillantes por la luz.


Era Amalivacá, padre de las gentes que nacerían después, el cual traía con él en la canoa a su hermano Vochi y a sus dos hijas.
Cuando Amalivacá llego a la Encaramada, pintó sobre la roca Tepu-mereme las figuras de la luna y el sol, atracó luego en una gran caverna abierta en la montaña, y comenzó a rehacer el mundo ayudado por su hermano Vochi, y a arreglar las aguas del río para que volviera de nuevo a su cauce.
Y Amalivacá pensó:
-Si las aguas fuesen hacia arriba y hacia abajo, las gentes no tendrían que cansarse tanto navegando contra corriente y podrían subir y bajar con facilidad.
A Vochi le pareció bien esta idea, y los dos se pusieron a trabajar con toda su fuerza, mayor que la de ningún ser humano, para conseguir su propósito; pero aunque lo intentaron durante mucho tiempo, no pudieron lograrlo, y entonces hicieron que las corrientes bajasen de la montaña hacia el mar y que el viento soplase del mar a la montaña, para que no fueran tan difícil a los hombres remontar el Orinoco.
Después, Amalivacá tocó su tambor, que era una enorme piedra que sobresalía en las llanuras de Maita, y dijo a la pareja:
-He venido de un lugar que está más allá de la otra orilla del río y quiero que repobléis de nuevo la tierra.



-¿Cómo haremos para ser pronto tantas gentes como habíamos antes de la inundación? -le preguntaron ellos.
-Coged los frutos de la palmera moriche y arrojadlos hacia atrás por encima de vuestras cabezas -les contestó Amalivacá.
El hombre y la mujer buscaron la palmera de la vida, que otra vez alzaba sobre la tierra seca su tronco floreciente, le arrancaron los frutos y los arrojaron a su espalda, como se lo había dicho Amalivacá.
Y de cada semilla, en cuanto caía al suelo, se iba formando un hombre y una mujer tamanacos, que fueron los padres de las nuevas generaciones.
Las hijas de Amalivacá, acostumbradas a viajar con su padre por los ríos y caminos de la tierra, andaban siempre por la montaña y el bosque, cortando orquídeas para adornarse el cabello; pero Amalivacá quiso que ellas fundasen una raza de hombres y, quebrándoles las piernas para que no pudieran seguir corriendo de un lado a otro, las unió a los varones nacidos de las semillas del moriche, para que fuesen origen de las gentes.
Después de aquello, el padre y salvador de los tamanacos, el  gran Amalivacá, de ojos brillantes como la luz y fuerzas más poderosas que las del gran río, se embarcó de nuevo en su curiara, remontó la corriente del Orinoco y se marchó más allá de la otra orilla, hacia lugares desconocidos, de los que nunca volvió.


Y sus descendientes se extendieron por la tierra y aprendieron a construir churuatas para defenderse de las lluvias; desbrozaron los bosques para plantar sus conucos y sembraron en ellos yuca y maíz; tejieron cestos y chinchorros con las fibras de las palmeras, y formaron azadas y palos, totumas, taparas, vasijas para cocinar sus alimentos y arcos y flechas para derribar a los venados y a los manatíes.
Arrancaron el brillante plumaje de los arrendajos y de los papagayos para adornar sus cabezas, y formaron con los huesos y las pieles de los animales flautas y tambores para acompañar los movimientos rítmicos de sus danzas sagradas.
Y los más valientes de entre sus hombres fueron nombrados caciques por la tribu, y llevaron a las gentes a la victoria en las luchas contra las tribus vecinas...




Monday, 22 February 2016

Después del diluvio (Los advertidos - El mito de Amalivaka

Para el hombre la existencia de un ser o ente superior ha estado presente desde sus inicios, y es que incluso desde la prehistoria lo mágico y lo místico ha sido algo cotidiano. Diferentes razas y culturas en diversos momentos han tenido presente la existencia de un Dios o algunos dioses, de la misma forma estas creencias han dado paso a historias, leyendas y mitos, unos más conocidos que otros, tal es el caso del “Arca de Noé”, muy popular por ser parte de la Sagrada Biblia encontrándose ubicado en el libro del Génesis. En este pasaje bíblico se cuenta la historia de un hombre que construyó un arca en la cual tanto el ser humano como los animales sobrevivirían a un diluvio que terminaría con la vida en la tierra y quienes estaban dentro de esta nave tendrían la misión de repoblar el planeta y es este aspecto el que puede señalarse como punto de encuentro entre “El mito de Amalivacá” (mito de aborígenes venezolanos) y “Los advertidos” (cuento de Alejo Carpentier).
En primer lugar, “El mito de Amalivacá” relata la historia de una pareja de indígenas tamanacos que habían sobrevivido a la gran furia del río Orinoco, el cual había desbordado sus aguas cubriendo así todas las tierras. Solo lograron sobrevivir este par de tamanacos que alcanzaron a refugiarse en la Tepu-mereme, una altísima roca ubicada frente a la cordillera del río, desde allí observaron como el enardecido río pudo destruir todo a su paso. Posteriormente, vieron una canoa que se acercaba y en ella se encontraba Amalivacá acompañado de su hermano Vochi y sus dos hijas. Al llegar al Tepu-mereme Amalivacá empezó a reparar el mundo destruido así como a arreglar las aguas del río.
Después de esto, Amalivacá encomendó a los dos Tamanacos que sobrevivieron la tarea de repoblar la tierra y para lograr esto les dio instrucciones de tomar los frutos de la palmera moriche y arrojarlos hacia atrás. El hombre y la mujer consiguieron los frutos y al arrojarlos hacia el suelo de estos se formaban hombres y mujeres Tamanacos. Amalivacá hizo además que sus hijas fundasen una nueva raza con los hombres nacidos de los moriches para que se extendieran por la tierra.
Por otra parte, “Los advertidos” cuenta la historia del viejo sabio indígena Amaliwak quien era muy respetado por las tribus de su región al punto de que dejaron de lado sus diferencias y empezaron a trabajar en un pedido del mismo Amaliwak, el cual consistía en construir una enorme embarcación o arca a la que los aborígenes llamaron Enorme-Canoa. Amaliwak mandó a construir esta embarcación siguiendo las instrucciones de su dios a quien llamaba Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo.
Terminada la Enorme-Canoa Amaliwak pagó el trabajo a los indígenas con harina de yuca y de maíz, y tras cerciorarse de que todos los animales habían entrado a la embarcación, el sabio hombre cerró la escotilla y espero junto con su gente que iniciará la anunciada lluvia. Y efectivamente, llovió de una manera tan impresionante que pronto el agua empezó a cubrirlo todo, pasados varios días de lluvia la embarcación de Amaliwak colisionó con otra de dimensiones muy parecidas a la suya, en ella se encontraba un anciano que dijo venir del Reino de Sin y que había sido advertido por su dios Quien-Todo-lo-Creo. Pero él no era el único, pues en los siguientes días coincidieron con Noé elegido por su Dios Iaveh, también con Deucalión encargado por el dios del Cielo y de la Luz y por último a Our-Napishtim cuyo dios era el Dueño-de-las-Aguas. Todos con una misma misión, construir un arca, sobrevivir al diluvio y repoblar la tierra.
Pasado un tiempo, Amaliwak oyó nuevamente a la Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo quien le ordenó regresar a su lugar de origen para completar su misión y fue así como una de las esposas de Amaliwak arrojó detrás de su espalda unas semillas de palmera que se transformaron en hombres y mujeres. Al finalizar la mañana ya había una multitud pero se presentó un problema que dividió a la multitud en dos bandos, dando inicio a la guerra, y Amaliwak observando la batalla y a los heridos expresó: “Creo que hemos perdido el tiempo”.


Esta frase deja una reflexión muy importante que puede ser vista desde distintas perspectivas, pero que de manera general expresa la resignación que pudo sentir Amaliwak al ver que tras un esfuerzo tan grande y una travesía tan compleja por la que tuvo que pasar, el “nuevo mundo” tendría que soportar las mismas falencias que sufría aquel que hace poco había sido destruido por la lluvia incesante. Y es que resultaba casi increíble que en tan poco tiempo estos nuevos hombres estuvieran cometiendo los mismos errores que los anteriores ¿Será entonces la violencia algo natural del ser humano? De ser así, no importa cuántos diluvios pasen por este mundo ya que esta forma de purificación arrojará los mismos resultados.

Autor:
Neida Martínez


Imagen de "Los Advertidos"


Imagen de "El mito de Amaliva"

Los mayas y sus dioses (Popol Vuh - La escritura del dios)

A lo largo del tiempo y de la historia del hombre diferentes civilizaciones se han asentado en toda la geografía del planeta, unas de menor relevancia y trascendencia, otras han llegado a formar grandes imperios y dinastías. En el continente americano una de estas grandes civilizaciones fue la maya, la cual tuvo su centro de localización en lo que actualmente conocemos como Guatemala y Honduras pero que se extendió por gran parte de Centroamérica y se estableció como una de las de mayor importancia en la época precolombina dando grandes aportes científicos y culturales para la época.
Uno de sus más enriquecedores logros fue el que se refiere a lo religioso pues es en ese punto donde los mayas poseían fuertes creencias de carácter mágico, así como una fe politeísta. Hoy día gracias a esta herencia se pueden conseguir obras literarias que tienen gran influencia de esta cultura, tal es el caso del Popol Vuh, de la cual se han inspirados cuentos como “La escritura del dios”.
En ambas obras se puede apreciar como los hombres que las protagonizan  tienen una fuerte creencia y devoción a sus dioses, se habla en el Popol Vuh de un conjunto de mitos entrelazados entre sí, referentes a la creación del mundo según los quiché, que fue posiblemente la más grande civilización que existió en el imperio maya, igualmente en “La escritura del dios” escrita por Jorge Luis Borges  hace referencia a un sacerdote maya llamado Tzinacán quien guarda una inmensa fe por sus dioses.
En estos textos se expresa la importancia de los dioses para la cultura maya, tal es el caso de los personajes principales del Popol Vuh, Hunalpú e Ixbalanqué quienes tras desatar la ira de Hun – Camé y Vucub – Camé, dioses principales de Xibalbá, por causar ruido tras iniciar un juego de pelota se vieron envueltos en una serie de pruebas y retos a los que fueron sometidos por   estos últimos, pero gracias al ingenio de Hunalpú e Ixbalanqué pudieron salir ilesos de la mayoría de estas pruebas. Posteriormente, se convirtieron en dioses, uno el dios de la luna y el otro el dios del sol. Por otro lado, en “La escritura del dios”, su personaje principal Tzinacán,  un sacerdote maya quien fue torturado por Pedro de Alvarado, al quemar la pirámide de Qaholom, es encarcelado, al lado de un jaguar en la siguiente celda, Tzinacán buscaba el script divino que le proporcionara la omnipotencia en los patrones de la piel del jaguar. En el proceso de conseguir el script, tiene un sueño en él que se ve así mismo ahogándose en la arena, despierta en una visión de una enorme rueda de agua pero también de fuego, lo que le permite entender los patrones en la piel del jaguar; Tzinacán afirma que es una fórmula de catorce palabras que son “aparentemente al azar”, al decirlas hará desaparecer su prisión, pero decide no hacerlo ya que se contenta con dejar que se encuentre en la celda.
Para la cultura maya, la magia y la religión son de gran importancia esto queda demostrado en la forma como los dioses crearon el mundo mágicamente y todo lo que habita en el, de la misma manera surgieron diferentes dioses en los que los hombres creían, como es el caso del dios del sol y la luna, y el dios de la guerra, estos son algunos de los más importantes a los que los hombres adoraban, de igual manera creían en dioses en forma de jaguar y hombre, una especia de dios mitad hombre, mitad animal. Para esta gran civilización gran parte de lo que realizaban era porque sus dioses lo ordenaban para no ser castigados por estos.

Autor:
Neida Martínez


Imagen de "Popol Vuh" los dioses.

Imagen de portada del libro de "Popol Vuh"

Imagen del leopardo de "La escritura del dios"

Imagen de "La escritura del dios"